La crianza de los hijos es todo un reto para los padres. La conciliación de la vida laboral y la familiar, y los cambios en los modelos de familia y educación han llevado a una crisis de los estilos educativos. La antigua educación autoritaria es cada vez menos frecuente en las generaciones que han ido accediendo a la paternidad en los últimos años. Este estilo, basado en la rigidez, los castigos y el respeto a ultranza a la figura paterna, va perdiendo terreno por sus muchos inconvenientes, pero sin ella muchos padres se ven sin recursos para gestionar los problemas de conducta de su prole. Corremos el riesgo de caer entonces en modelos de educación permisiva, sin límites claros ni respuestas eficaces ante conductas que van de lo inconveniente a lo inaceptable. Ante estas conductas muchos padres tratan de gestionar el problema volviendo a lo autoritario, entrando en un ciclo de alternancia entre permisividad y rigidez que únicamente logra agravar las cosas.
Frente a estos estilos permisivos y autoritarios es posible desarrollar una pauta más racional y eficaz basada en los principios del aprendizaje humano y la modificación de conducta: el estilo racional o democrático.
Estilo educativo racional
Desde estos principios abogamos por la recompensa del comportamiento adecuado como la mejor prevención para los problemas de conducta. Siguiendo el aforismo de que “se cazan más moscas con miel que con vinagre”, es más interesante asegurarnos de que los menores se sienten orgullosos y queridos cuando hacen las cosas bien, cuando cumplen sus obligaciones y eligen actuar de modo correcto. Unas palabras de aliento que hagan referencia al aspecto concreto que se quiere reforzar pueden ser suficientes. Los pequeños premios – actividades, postres preferidos, etc. también pueden ser de ayuda, pero no deberían darse por adelantado, o de forma indiscriminada. Tiene que quedar claro qué ha motivado una recompensa.
Castigos proporcionados y eficaces
Eso no quiere decir que el comportamiento problemático no tenga respuesta. Pero cuidado; antes de cualquier castigo es importante explicar los motivos del mismo y dar la oportunidad de que se presenten objeciones y explicaciones. Si estas no son satisfactorias, procede la penalización, pero esta debe anunciarse siempre en tono firme y tranquilo: la medida tiene que ver con la norma o conducta inadecuada, no con nuestro enfado o disgusto, y debemos dejar esto claro huyendo de calificaciones globales negativas (como “Eres malo”; “No hay quien haga carrera de ti”).
El castigo, de darse, debe ser proporcionado, breve y relevante. Una gran intensidad o duración (retirar la videoconsola hasta el verano, por ejemplo, en lugar de una tarde) no es necesariamente más eficaz, y bien puede desencadenar reacciones emocionales intensas en quien recibe el castigo. Siempre que sea posible, la penalización debería incluir la reparación del daño causado, o el aprendizaje de la forma correcta de actuar. Es importante medir bien el castigo, porque una vez se aplica no debería levantarse, ya que hacerlo debilita su carácter disuasorio. Así que cuando castiguemos deberíamos considerar detenidamente si el castigo es sostenible: ¿Dura demasiado? ¿Nos castiga de paso a nosotros mismos o a otros – hermanos, etc. – como si anulamos el viaje a la playa o al parque de atracciones? Entonces es probable que no sea una buena idea.
Por último, debemos tener en cuenta que un niño castigado con todo, al que hemos retirado ya todos sus juegos, salidas, etc. es un niño que no tiene nada que perder: está en bancarrota. Es cuestión de tiempo que se habitúe a las broncas y reprimendas y que deje de responder a las medidas que tomemos. Llegados a este punto, la cosa puede fácilmente ir a peor, especialmente a medida que se entra en la adolescencia. Mucho antes de este momento conviene considerar la ayuda psicológica. Los profesionales de la psicología pueden ayudar a marcar la diferencia y reconducir una situación grave para el provecho de todos los implicados.